lunes, 9 de agosto de 2010

Testimonios en primera persona. Puerto Rey, Isla Soledad, Malvinas: Relato del oficial de comunicaciones del buque mercante Río Carcarañá

Domingo 16 de mayo de 1982.

A bordo, muchos tripulantes de los buques argentinos, sabían que día de la semana era gracias al menú. ELMA, Empresa Líneas Marítimas Argentinas, sociedad del Estado, heredera de la vieja tradición de los buques de pasaje, mantenía las costumbres administrativas de las viejas Flota Mercante del Estado (FME) siempre conocida como Flota y de la Flota de Navegación de Ultramar, de Alberto Dodero, luego nacionalizada, conocida como FANU. ELMA se forma a principios de la década del '60, y en los años 80 quedaban muchos tripulantes, en especial oficiales que provenían de una u otra. Marcaba diferencias, sobre todo en los relatos de sobremesa, que si había alguno con chispa, eran muy reconfortantes y divertidos.
Bueno, el caso es que martes y jueves, pastas; viernes, pizza; sábado en navegación franca lejos de la costa, asado a la noche; domingo al mediodía, pasta pero casera, amasada en el momento. El domingo, como día festivo, los buenos Comisarios procuraban que hubiese algún postre y no la habitual fruta. Santiago Tettamanzi es de esos Comisarios.



Durante la mañana, oigo un ruido muy fuerte de aviones, enjaulado en la radio, no sabía que había pasado. Pregunto, dos o tres aviones pasaron encima nuestro, ¿propios o de ellos? Nadie sabía o nadie dijo. A las 1200 me releva Raúl, me voy a almorzar, como algo rico, los cocineros eran muy buenos. Postre, duraznos en almíbar con dulce de leche. El dulce de leche era un producto que se negociaba en el mercado negro de a bordo. Corta sobremesa, y a dormir un rato. Aclaro que soy famoso por dormirme en cualquier situación y esto significa, un viernes a la noche, sentado a la mesa con seis matrimonios de origen italiano a los gritos; en un sofá cerca de la mesa, en una reunión de gerencia, escondiéndome del gerente; en la oficina, sentado metiendo la cabeza entre la ropa del perchero; en el coche de acompañante, en fin, en cualquier momento que así lo justifique. Unos 10-15 minutos y adelante, tiro lo que resta de la noche.
Estoy en la cama, abro los ojos y me tiro por la escalera, mientras me cruzo con un montón de gente rajando del puente y yendo todos al inicio de la escalera.
Dos o tres Harriers, supongo que dos, nos atacan. El ruido de los impactos de los proyectiles contra la chapa naval, el ruido de los aviones, las bombas que explotan. Los esfínteres que empiezan a evacuar gases instintivamente, apilados, los cuarenta tripulantes en ese lugar, el miedo presente en el rostro de cada uno, dándonos cuenta de lo terrible del ataque y, siempre, con esa certeza de que no podés hacer nada para defenderte.
Pasa el ataque, ninguno estaba herido y empezamos a ver los daños, los proyectiles todavía estaban humeantes en el piso, algunos todavía dando vueltas. El olor de la pólvora, la desesperación de ver todo destruido, ver que pasa. Se relevan los daños, todos los elementos de salvaguardia, léase lancha, bote y balsas de la banda del sol, estribor, destruidos. Solo nos queda la mitad de los elementos sobre babor. Es mejor abandonar, ir hasta la costa y ver después como hacemos.
Mi cama partida al medio, la puerta del baño destrozada, en el placard la ropa colgada, rota. Me lo contaron, no me animé a verlo, miedo, terror, no sé como describirlo.
Voy primero al bote (por el miedo) bajo en él para destrabar las trincas de la pluma mientras lo mantenemos amarrado. Empezamos a acomodar todo lo que se podía. El caso es que nos vamos para tierra, a unas dos millas.



Las fotos de lo sucedido las sacó el gordo Balín. Mientras estamos en navegación vuelven dos aviones, los saludamos, distinguí al piloto con su casco y mascarilla, venían bien rasantes. ¿Nos atacarán? Por suerte, no. Cuando recordé las marcas de los aviones, por suerte después, me percaté que habían sido ingleses.
Llegamos a la costa, medio rocosa, casi como un muelle, con kelpers, los verdaderos, las algas. Desembarcamos, hacemos un pasamanos, nos sacamos los salvavidas, los amontonamos en otro lugar.
Antes de abandonar, nos comunicamos con "Perdiguera" (nombre clave del Forrest, un buque de la FIC requisado, al comando del entonces Teniente de Navío Molini).
Estaban enfrente nuestro, en isla Swan habían encontrado náufragos del buque Isla de los Estados. Nos vienen a buscar, les decimos que mejor mañana. "Mañana no sé dónde ni como vamos a estar, me dieron la orden de llevarlos a Fox, Señor" dijo Molini.
Vuelta a juntar todo, la lancha y el bote salvavidas a remolque, creo que la balsa, en cubierta. No había lugar para todos adentro. Así que nos turnábamos para estar afuera y un rato adentro. Ya era de noche. Miedo, frío, incertidumbre, maldita incertidumbre.
Empezaba otra etapa de la guerra. En un momento, el Flaco Zenobi, el Jefe de Máquinas, lo mira a Santiago y le dice:
-Che, Santiago.
-¿Si?
-Suerte que de postre fueron duraznos con dulce de leche, que si servías frutillas con crema nos matan a todos.
Gracias a Dios, siempre hay alguien con buen ánimo.


Fuente: Relatos del Pancho. Una visión de un civil metido en el medio de una guerra.
Agradecimiento: VGM Francisco Elizalde.